Mi historia con EP – Maria De Leon
Soy especialista en trastornos del movimiento. El Parkinson y quienes lo viven han sido mi pasión por más de 20 años. Nunca pensé, cuando empezaba mi carrera, que esta sería la causa más grande por la que lucharía toda mi vida.
Cuando hacía mi posdoctorado, mi abuela se cayó y se quebró el tobillo. Al verla, me di cuenta de la razón: tenía Parkinson. Así comenzó mi viaje como defensora para los familiares de quienes viven con esta enfermedad.
Yo cuidé de mi abuela durante toda su enfermedad. Viajaba a México para hablar con su médico y juntos tomábamos decisiones sobre su tratamiento. Después, ella se mudó a los Estados Unidos y yo manejaba su tratamiento aun cuando vivía en casa de mi madre. Pero cuando llegó a su última etapa y quedó postrada, me convertí en su cuidadora principal. Sus últimos meses de vida me enseñaron sobre el dolor, la fuerza y la compasión que se requiere para cuidar de alguien más.
En ese entonces, mi hija tenía 3 años y yo, una práctica bastante ocupada. Me pasaba atendiendo a personas con delirios y alucinaciones sólo para volver a casa y encontrar a mi abuela discutiendo con mi niña por la muñeca, que creía que era su bebé. Mi pequeña no lo entendía. Yo vivía en un mundo de surrealismo. Mi abuela, gran cocinera, alucinaba que preparaba comida y pasteles y, cuando llegaba yo a casa, quería servirlos. Para que no se entristeciera o enojara de que alguien supuestamente se los había comido o robado, aprendí a cocinar sus inventos. Yo trataba de hacer todo lo que ella había preparado en su imaginación cuando no era algo tan complicado. Cuando me quedaba bien la comida y ella daba su aprobación, era causa de regocijo, pero cuando no, yo le decía que tal vez se le había olvidado algún ingrediente. Así compartimos muchos gratos momentos que aún recordamos mi hija y yo.
Mi pequeña tuvo a su bisabuela que pintaba con ella, pues cuando se agitaba mucho, yo la distraía con pinturas o música. Cuando mi abuela estaba lúcida, le contaba historias y jugaba a las muñecas y a la comidita con mi hija. También se dejaba pintar las uñas, peinar y maquillar.
Esta etapa de mi vida me enseñó a ser mejor doctora y prestar atención a los familiares y cuidadores de mis pacientes, porque al ser cuidadora de mi abuela, empecé a reconocer el cansancio, la desesperación y la frustración. Como parte del tratamiento, comencé a invitar a los familiares a participar más en el tratamiento y las recomendaciones. También me concentré en recordarles la importancia de tener tiempo para sí mismos, seguir trazándose metas personales y saber cuáles son sus opciones para el cuidado de su ser querido, además de recordar que cada decisión puede cambiar y no tiene que ser final. Yo decidí tener a mi abuela en casa porque nadie mejor que yo entendería su enfermedad. Pero aún así, necesité de servicios de salud en el hogar para ayudarme a bañarla y traerme las cosas necesarias para sus tratamientos. También tuve alguien que la cuidaba en el día mientras yo trabajaba. No obstante, yo era responsable en las noches y los fines de semana, pero sin la ayuda de mi marido, nunca lo hubiese logrado; cuando yo tenía que salir al hospital, mi marido se hacía cargo.
No obstante lo difícil de esta experiencia, no la cambiaría por nada. Aprendí a disfrutar del momento porque la vida es corta. El sufrimiento acaba, pero la esencia de nuestros seres queridos, si sabemos retenerla, quedará para siempre como un grato recuerdo.