Mi historia con EP – Beatriz Navarro
Soy Beatriz Navarro, argentina, felizmente jubilada y libre para hacer lo que quiero. Tengo una familia maravillosa que siempre me ha apoyado y contenido.
El Parkinson entró a mi vida a mis 12 años, sin entender mucho de qué se trataba. Sólo veía que mi papá se iba deteriorando rápidamente y que sufría mucho. Su Parkinson fue despiadado, pues todos sufrimos. Empecé como familiar y cuidadora, tarea muy desgastante que requiere mucho amor y paciencia. Los cuidadores son pequeños grandes héroes que debemos proteger.
Mi padre murió a los 61 años, en 1976, cuando no existían ni los fármacos ni los tratamientos de ahora. Decían que no era hereditario. ¡Gran tranquilidad para mí y gran error también! Hace 13 años, escuché nuevamente la palabra Parkinson en mi vida. Sentí que el mundo se me acababa. Sólo recordar el sufrimiento de mi papá me golpeaba la mente, el corazón, el alma. Parecía irreal. ¡No podía estar pasándome a mí!
Los primeros síntomas fueron la micrografía y la falta de balanceo en mi brazo derecho, pero jamás lo relacioné con el Parkinson.
Cuando me diagnosticaron lloré mucho, hasta que de pronto dije: BASTA. No voy a seguir lamentándome toda la vida. Y, a partir de aceptar y pasar de POR QUÉ a PARA QUÉ, comencé a vivir con esta nueva situación.
Yo soy Beatriz, única e irrepetible; ni el Parkinson puede quitarme eso. Trabajé mucho para dejar atrás los recuerdos de mi papá sufriendo; entendí que no existe el Parkinson, sino los enfermos de Parkinson y que, así como no hay dos huellas digitales iguales, no hay dos enfermos iguales. Me compré un órgano y aprendí a tocarlo; hice teatro, Tai Chi, pinto, hago artesanías, estudio inglés, hago rehabilitación. Hace dos años, caminé 500 km en un mes y medio.
Dios, toda mi vida espiritual que me sostiene, me equilibra, me contiene, es mi camino de sanación que me permite tener esta calidad de vida. Mi familia también, que me apoya amorosamente. Y el servicio a los demás, a través de mis muchos o pocos talentos. Así, el Parkinson se vuelve más chiquito, porque no tengo tiempo para ocuparme de él. Hago lo que me produce placer y busco alejarme de las situaciones estresantes. Soy muy responsable en el cuidado de mi enfermedad, sin ser obsesiva; vivo plenamente, aunque tenga que esperar que se me pasen los momentos de off para seguir andando.
Trabajé 10 años maravillosos en Caritas, donde era responsable de la formación espiritual de las familias que asistíamos. El poder escuchar, contener y ayudar a los demás me alimentaba espiritualmente.
Luego vino la pandemia y tuve que dejar, pero lo canalicé a través de las redes, desde donde trato de llevar siempre un mensaje positivo y esperanzador.
Yo miro el vaso medio lleno, pero no me quedo ahí; he aprendido que, para transformar la realidad, debo buscar que se llene totalmente. Esa es la actitud positiva proactiva, que hace de la vida un proceso creativo y gratificante. Cada adversidad la convierto en una oportunidad de aprendizaje para crecer interiormente y acercarme más al cielo.
El Parkinson ha sido y es una escuela que me ha enseñado a valorar lo importante. Cuando el dolor se vive como un castigo o nos llenamos de enojo y buscamos dar lástima, perdemos la oportunidad de reinventarnos con la misma identidad, pero con un proyecto de vida enriquecedor para uno y para los demás.
Así no importa tanto lo que puedo hacer, sino cómo y este es el desafío: poner la creatividad al servicio de la adversidad.
Sólo uno decide entre morir en vida o vivir con plenitud. Yo elegí la mejor opción. Doy gracias a Dios y esa gratitud me lleva a la felicidad plena.